Otras prácticas, otro campo

En lugar de escribir, a algunos escritores les ha dado por aparecer en poetry slams, spoken words y demás actuaciones con nombres raros, ¿Cuánto importa este fenómeno?

POR Rafael Lemus

Enero 27 2021

© Owain Kirby • Illustration Works • Corbis
 

Un escritor escribe: hasta ahí todo bien. Ahora: ese escritor no trabaja a solas ni en silencio ni confinado en una habitación. Escribe sobre un escenario, delante de un público, mientras un dj mezcla discos. Además: lo que escribe en su láptop aparece reflejado al mismo tiempo en una pantalla en la que los espectadores miran el ir y venir de las palabras, las reiteradas correcciones, los esporádicos hallazgos, los improvisados zigzagueos con que la escritura responde a la música que suena. Pero el público no solo contempla, también participa, y el escritor ajusta su relato, crea y elimina personajes, sigue o abandona cabos narrativos de acuerdo con la respuesta de los asistentes. El resultado: no tanto un texto como un acto, otro espectáculo, una noche más que se enciende y se gasta y desaparece.

Este tipo de eventos existe –vaya, al menos desde 2007 cuando fue creado por el argentino Adrián Haidukowski– y tiene un nombre: jam de escritura. ¿Que no le gusta? No importa: hay otros espectáculos que de un tiempo para acá han venido cobrando notoriedad en América Latina y España y que también involucran de un modo u otro la escritura y en los que usted puede ver y oír y conocer a escritores sin necesidad de abrir alguno de sus libros. Están las jornadas de poetry slam, inventadas en San Francisco en los años ochenta y en las que un puñado de poetas lee en voz alta sus versos y el público escucha y vota y elige un vencedor. Están las sesiones –más sobrias y, por fortuna, menos deportivas– de spoken word, en que un escritor lee y lee y lee, casi siempre narrativa, ante algunos pacientes escuchas. Ahora, si se prefiere no salir de casa, se pueden encontrar en línea, y desde no hace mucho tiempo, algunos book trailers –pequeños videos, normalmente amateurs y colgados en YouTube, mediante los cuales ciertos autores desplazan a los publicistas y presentan ellos mismos sus obras más recientes–. Mejor o peor: también en internet pueden hallarse reality shows literarios –concursos en que participan escritores, aspirantes a escritores y un auditorio que semana a semana elimina a uno de los concursantes–.

Desde luego que es fácil mofarse de estas prácticas –y es posible que casi todas merezcan nuestra sorna–. Hay que ver las caras, todas ilusión y entusiasmo, de muchos de los escritores que participan en esos actos: como si estuvieran reventándolo todo y creando de la nada algo absolutamente nuevo. Hay que revisar los textos elaborados durante esas sesiones: no obras “rompedoras” sino ejercicios escolares –en el caso de los reality shows– y relatos más o menos tradicionales –en el caso de las jams–, con muy poco de escritura automática y con mucho de escritura comercial, pensada justamente para complacer a un público que paga y vota. Sobre todo eso: algunas de estas prácticas no parecen tener otro propósito que vender libros y todas ellas terminan por inscribirse, con más o menos fe, en la sociedad del espectáculo, como si a la literatura no le quedara más remedio que incorporarse a la industria del entretenimiento. Para decirlo con Ignacio Echevarría: “En una época en la que parecen cernirse sobre el libro las expectativas más agoreras, las jams de escritura y otras prácticas afines parecen postular una nueva y saludable relación del escritor con el público. Pero esta relación se modela conforme a las premisas de la sociedad del espectáculo, que solo concibe al artista subido a un escenario y que tiende a homologar al escritor con un actor o con una estrella de rock”.

Por otro lado, tampoco hay nada de qué asustarse. No es que estas prácticas atenten contra un campo literario puro y noble ni que corrompan a autores inocentes y ascéticos. Hace mucho que los escritores participan en actos que desbordan la escritura –de conferencias a manifestaciones políticas– y en eventos eminentemente publicitarios –presentaciones de libros, giras promocionales, entrevistas televisivas–. Tampoco es extraño ni alarmante que los autores empleen de pronto la tecnología a su disposición (pantallas, videos, computadoras portátiles) y que colaboren con otros artistas (videoastas, músicos, performanceros) en otros ámbitos (teatros, bares, internet). Lo raro y preocupante sería que no lo hicieran y se redujeran a las labores y los espacios tradicionales. Además, ¿por qué un escritor podría colaborar con un pintor pero no con un dj? ¿Cómo es que se mira con tanta tranquilidad a los autores que se suben a un estrado y con tanta sospecha a los que andan por YouTube?

Al final hay que tomarse en serio estas prácticas. Es verdad que muchas de ellas no son sino una moda, o una ocurrencia, y que se desvanecerán rápida, silenciosamente. Pero también es cierto que debajo de todas ellas late –como han notado Jorge Carrión y Patricio Pron– algo grave: una creciente sensación de fatiga e inconformidad ante el campo literario actual. Potentes o blandas, fugaces o duraderas, estas prácticas importan como síntomas: como avisos de que ese sistema de discursos y funciones que llamamos literatura está en crisis y en severo proceso de transformación. Es eso lo que se encuentra en juego en estos y otros actos: no un texto sino la reconfiguración del campo y de sus actores y tareas. Lo que vemos en esas sesiones es menos un espectáculo que un motín: escritores que reniegan de la función que se les ha asignado –producir textos a solas y en papel– y que se esfuerzan por ampliar su campo de batalla. Desde luego que no son los únicos que se amotinan: ya nadie –ni editores ni libreros ni agentes ni críticos ni lectores– se encuentra a gusto en el régimen existente –aún demasiado atado a la imprenta– y todos van y vienen con el fin de adquirir más poder en el futuro campo literario. Porque hay un futuro y habrá literatura. No sabemos qué literatura. 

ACERCA DEL AUTOR


Rafael Lemus

Colabora en 'Letras Libres'.